sábado, 22 de febrero de 2020

La venganza, una carta de amor a mi hijo

 #historias ficticias #terror #secuestro

Les advierto, ya que podría dañar a personas que son sensibles.


Capítulo 1
Carlitos se ha ido
¿Cómo se le llama al que pierde un hijo? ¿al que le arrancan el corazón de un tajo y lo botan por ahí, como una basura? Díganme porque yo no lo sé, tal vez un descorazonado o un desalmado, que en un segundo se le arruinó la vida y ya no le queda nada.
A mi hijo de 9 años, lo raptaron frente a mi casa. Una semana después, apareció su cuerpecito deshecho, le faltaban órganos, su inocencia entre las piernas fue destrozada y tenía signos de tortura, fue víctima de vejaciones que ni en el peor de los infiernos existirían.
Ahí, en un terreno baldío junto a bolsas de basura, lanzaron su cuerpo desnudo y desfigurado, como si no significara nada. Era mi hijo, mi bebé.
Unos pepenadores lo hallaron. Las autoridades tardaron casi una semana en entregarlo, para poder darle cristiana sepultura, lo que quedaba al menos. La autopsia solo determinó que murió un par de días después de su desaparición y que no había fallecido en ese terreno, ahí lo dejaron solamente. Es probable que fuera una banda de trata de blancas o tráfico de órganos, solo son especulaciones.
Carlitos trató de luchar, sus deditos tenían rastros de ADN desconocido en las uñas. También encontraron semen y otros residuos entre sus partes, de diferentes personas, un número indeterminado. Causa posible de muerte, un traumatismo craneoencefálico. Le faltaba el corazón, los ojos, los riñones. Tenía una estaca clavada en el ano.
Mi pobre hijo, que era un buen estudiante, le gustaba la pintura y el fútbol. Se reía cada vez que lo despertaba para ir al Colegio, él me abrazaba e iba corriendo a besar a su mamá. Su rutina era la misma casi cada día, un regaderazo, desayuno rápido y a la escuela, mi esposa lo recogía, iba a su clase de pintura o al entrenamiento y ya está, un par de veces a la semana compraba un helado o dulces. Era un niño sano, era feliz. Jamás hizo mal a nadie, no merecía, nadie merece ese calvario. Me lo mataron y no sé porque.
El día de su funeral hubo flores, lágrimas y de mi parte un silencio, ya no tenía corazón ni un cuerpo completo para abrazar, tuvimos que tener el ataúd cerrado, su ser mutilado no podía arreglarse, lo descuartizaron básicamente, esos infames, demonios, porque personas no pueden ser.
De su secuestro y asesinato, no hay pruebas, testigos, más que yo, que vio el auto en el que se lo llevaron. Sin sospechosos. Dejaron de indagar hace mucho tiempo.
Se volvió un número más, una foto impresa en los cartones de leche.
Ni los testimonios, las protestas, las denuncias ni las vueltas al Ministerio Público, nada sirvió. Nos veían de mala manera, se hartaban y nos decían, que lo debimos cuidar mejor, se lavaban las manos.
Las autoridades le dieron carpetazo al asunto, se archivó en el hoyo negro de los casos jamás resueltos.
Pasaron 7 años, sin una línea de investigación para seguir.
En ese tiempo muchas cosas habían cambiado, vendí la casa en la que creció Carlitos, me divorcié, cambié de trabajo y compré una casa pequeña cerca del centro.
Afortunadamente logré seguir adelante, pero sin ganas, solo pasaban los días. Conseguí un puesto en otra empresa y me alejé de todos.
Estaba harto de percibir la compasión ajena, los silencios incómodos, de quien se para en seco cuando habla de un secuestro o de mi vida pasada.
De Laura mi ex, no supe mucho, más que, se mudó del país y ahora vive en Europa, ni siquiera se molestó en despedirse. Creo que nunca dejó de doler.
En una ocasión, después de salir de mi jornada, en vez de manejar, me fui caminando, me sorprendí reflexionando sobre el pasado. No estaba consciente ni del tiempo o lugar en el que estaba.
Sentí una especie de dejavu al entrar a una colonia muy parecida a donde yo vivía. Me senté en la banqueta y me quedé absorto, mirando a los jóvenes adolescentes parecidos a mi hijo, tal vez hasta les pareció raro. Todos se movían como Carlitos, reían y se secreteaban, me descubrí llorando. Esas lágrimas que hace años habían desaparecido, por la decepción, rabia, un dolor indescriptible que te desgarra por dentro, te duele respirar, el hoyo en donde había un corazón sangra y no lloras, tienes hemorragias que se materializan en lágrimas que son de sangre. Corrían y me lamentaba por no haberlo protegido. Ahí estaba deshecho, en partes, dando pena ajena, como me odiaba.
Recordé esa tarde, cuando raptaron a mi hijo. Eran las 6 de la tarde, pero el sol brillaba y hacía demasiado calor, Carlos de 9 años, quería un helado, yo estaba cansado, harto del trabajo, solo quería leer el periódico pegado al ventilador, que apenas y espantaba a las moscas que andaban comiéndose una pera sobre el comedor. La música molesta del camión de helados, me hacía merma en los nervios, intenté ignorarla, le ofrecí a Carlitos agua o que más al rato fuéramos al Supermercado a comprar, pero no. El niño estaba ansioso y yo que no me aguantaba, le di dinero para que saliera. Se alegró tanto que me abrazó y dijo gracias, mientras cruzaba la puerta. La música seguía insistente justo frente a la casa. Él salió emocionado a su encuentro. Esa vez fue la última, que lo vi.
Esperé unos minutos y no regresó. Me asomé por la ventana, el camión se alejaba. Observé los helados pintados sobre las puertas que habían cerrado a toda prisa, lo cual fue extraño.
Me acerqué a la puerta y grité su nombre, pero no hubo respuesta, di una ojeada rápida, sentí de pronto que el aire se iba.
Me asusté, sin pensar y traté de seguir al camión, tuve un presentimiento.
Salí corriendo, pero no logré alcanzarlo.
Empecé a tocar a las puertas de los vecinos, ya que afuera no había niños, ni padres.
Salieron todos al escuchar mis gritos, me apoyaron. Mi memoria casi fotográfica, sirvió en esta ocasión. Logré ver la matricula días atrás. Las anoté. Seguimos buscando en las calles cercanas, nadie lo había visto.
Mi ex esposa estaba trabajando justo en ese momento. Cuando regresó, se encontró con un escenario de terror.
Inmediatamente reportamos el hecho a la policía y empecé a recorrer calles, organizamos brigadas de búsqueda, pero nada, era como sí el maldito camión se lo hubiera tragado la tierra. Esa vez fue la última, en la que escuché esa música. La misma que me despierta en mis peores pesadillas. Repitiéndose el patrón, siempre con el mismo resultado.
La policía al investigar las placas, se dieron cuenta, pertenecían a un carro que estaba reportado robado. Todo se fue a la mierda.
Nos unimos para buscarlo en ese instante. Mi esposa y yo respirábamos por nuestro niño, llegó un momento en el que, el único lazo era ese, buscar a Carlitos.
Mi matrimonio terminó, era incapaz de verla a la cara, pobre de Laura, ha sufrido tanto como yo, jamás me culpó, pero yo no podía con mi conciencia, debí salir con él, protegerlo. Laura terminó yéndose y dejándome solo. Yo no merecía su amor ni compasión.
Me obsesioné con la única posibilidad, los secuestradores iban en ese camión.
En todo ese tiempo me torturaba un pensamiento. Los camiones de helados nunca pasan después de las 5, esos hombres sabían todo acerca de nuestra rutina. Ellos sabían, que el único niño que salía era Carlitos 4 veces esa semana pasaron, las mismas en las que él compró un helado.
Seguía sollozando, sentado sobre la banqueta. De repente un ruido me descolocó. Sucedió lo impensable.
Escuché la misma música chillona de un camión vendedor de helados. Era el mismo camión que se llevó a mi hijo, el motor sonaba igual, aunque los dibujos sobre las puertas estaban gastados, era el maldito camión. No sabía si mi mente me estaba jugando una mala pasada o realmente tenía enfrente a los asesinos despiadados de Carlitos.
Anoté el número de placas, la comparé con la pasada, jamás la olvidé. No era la misma.
No hice nada, observé. Un niño como de 7 años salió de su casa. Tenía la misma sonrisa que mi hijo.
Tenía ganas de gritar, de llamar a la policía en ese instante. Pero no lo hice, sabía que me iban a ignorar y esos hijos de la chingada, sí eran los mismos, solo desaparecerían.
No, decidí callarme y arreglar esto a mi modo.
continuará...
Derechos: Olga Oviedo